Todos somos piratas

Discúlpenme de antemano por estas líneas, pero parece obligado, después de lo acaecido en la última semana en este país y versando este blog sobre la música como núcleo de todos los temas que aparecen en él, postularse sobre el maremágnum internauta que sacude la red.
En los últimos días, se ha hablado de los internautas como si fuéramos ente aparte, gente estrafalaria y egocéntrica que apoya la idea del «todo gratis» y que comete delitos en su ordenador como único fin de su existencia. Parece que desconocen que los que navegamos por la red somos ustedes y yo, gente normal y corriente que bendice este medio como forma inigualable para compartir intereses, aprendizajes y ocio, robándole tiempo al tiempo junto al café de la mañana o en el silencio de la noche.
En los últimos días, hemos visto la negación de unos pocos ante un sistema que no pueden mercantilizar de una manera tradicional y que, por tanto, les supera. Parece que empiezan horrorizados a comprender que, en la web, todos somos creadores, todos somos articulistas de opinión, todos somos músicos y cineastas en potencia. Al fin y al cabo, la red es inmensa y, de tanto que nos han hablado de sus defectos, se han olvidado de sus virtudes, no se sabe muy bien si por omisión o por interés.
Después de todo, estos días hemos sido espectadores de cómo la cultura de masas se resquebraja. La consecuencia no es otra que un cambio del sistema, un sistema al que muchos intentan aferrarse con uñas y dientes esperando que los avances pasen de largo sin que afecten a sus multimillonarios beneficios. La canción del verano, por ejemplo, no va a subsistir como ese producto discográfico por el que se compraba un casette o un CD, sin embargo, los adolescentes sí que van a pagar por descargársela en su móvil. Innegablemente, el mercado ha cambiado.

Conozco a una buena cantidad de músicos profesionales, tanto compositores como ejecutantes. Todos aman la música. Ninguno dejaría de subirse a un escenario. Ninguno dejaría de cubrir los pentagramas de una partitura con las notas que pugnan por salir en su mente. Por supuesto que desean que su trabajo sea valorado, pero también son conscientes de cuándo existe una sobrevaloración vitalicia que solo parece cebarse en este arte. Cuando un pintor vende una de sus obras, lo hace por una cifra. Lógicamente, desea que sea lo más elevada posible, tras horas dedicadas a un blanco lienzo. Ese cuadro siempre será suyo. Llevará su nombre y no podrá ser modificado, pero tampoco va a cobrar cada vez que alguien lo mire. Todas las artes plásticas se mueven por el mismo cauce. A nadie le extraña. Todo el mundo lo ve lógico.

Los creadores de oficio viven de vender su obra y la mayoría lo compagina con un trabajo de lunes a viernes. Buen ejemplo de ello son los escritores. Un tanto por cien elevadísimo son profesores, periodistas o abogados. Han de ser una excepción, y una excepción muy notable, para poder decidir dejar su trabajo diario y dedicarse exclusivamente a su pasión. En la música, comercializada por la gran cultura de masas, no tropezaremos con excepciones notables, no porque no las haya, sino porque todos se han subido a un carro en el que parece valorarse lo mismo componer algo que reza «dame más gasolina» a componer una sinfonía.

Por otro lado, no hemos de olvidarnos que, en muchas ocasiones, esos derechos de autor por los que tanto se aboga, ni siquiera son de los autores, sino que están en manos de las multinacionales. Tampoco hemos de pasar por alto que, a menudo, los que protestan son cantantes e instrumentistas, pero no los creadores. Los compositores venden a golpe de encargo; los arreglistas componen todo un tema para la simple melodía que se le ocurrió en la ducha a la famosa de turno y, aun cuando sean los compositores morales, no se les reconoce como tal.

En todo este enredo en el que la web parece haber sido elegida como cabeza de turco para abordar un tema más amplio como es el de la producción musical y audiovisual de las grandes compañías (porque aquí nadie se acuerda de los diseñadores gráficos, ni de los ilustradores, ni de los fotógrafos, que cobran por la carátula del CD encargado y no por cada CD vendido), lo que sí se ha echado en falta son más voces por parte de los otros músicos; esos que, afamados o no, se pasan cuatro meses de gira en latinoamérica y otros cuatro en su país natal; esos que amenizan bodas, bautizos y comuniones, los siete días de la semana en temporada alta (de mayo a octubre); esos que se suben a un escenario sin que les paguen un euro porque en este país apenas hay sitios donde tocar y, si tu repertorio es de música instrumental, todavía tienes menos oportunidades; esos que, al finalizar su trabajo, se encuentran con la aparición de uno de los inspectores privados de la SGAE y les pide que muestren su DNI y firmen una declaración jurada sobre el repertorio interpretado; esos que pagan a plazos sus instrumentos porque tienen que comer y no les da el dinero para más; esos que acaban con dos o tres nódulos en la garganta después de haberse hecho todas las ferias y romerías de quinientos kilómetros a la redonda...  Entiendo que la posición que ocupan es difícil, y es preferible pensar que su silencio es debido al temor ante las represalias que pueden sufrir en su oficio por parte de las grandes compañías, aunque también hay muchos lo que desean es formar parte de ellas sin ningún tipo de moral más que la que les dicta su propio beneficio. No nos olvidemos que todos los músicos citados han de pagar, directa o indirectamente, por poder tocar los temas cuyos derechos están en manos de los que se sientan en su casa cobrando un sueldo de por vida.

Por todo esto y por mucho más, se pretende atajar la libertad de expresión, de información y de cultura por medio de un subterfugio ofensivo. En estos días, solo he oído hablar de la copia privada a los que conocen la red y a los que, conociendo las leyes, la apoyan. De repente, ese derecho, parece haber desaparecido para nuestros dirigentes. Y, curiosamente, la ley dice que quien copia para su uso privado y sin ánimo de lucro, está en su derecho, por lo que pagamos un canon que resarce a los autores y que gestiona las entidades privadas. No obstante, pretenden hacernos creer que utilizar ese derecho a la copia privada nos convierte en piratas. Pues bien, si en esas estamos, todos somos «piratas».

Si alguno de los músicos que se manifestaron hace un par de días me jura que jamás copió una cinta en un cassette de doble pletina, que nunca grabó una película en un video beta o vhs, que todos los programas que tiene instalados en su ordenador son originales y comprados en tienda, que jamás ha visto una película de la red, ya sea porque se la ha descargado o porque se la ha pasado un amigo en un CD, no le creeré. Dejémonos de hipocresías.

Poco importa que internet sea la forma más barata y accesible de hacer publicidad. Al contrario, la facilidad de promoción en la red provoca que la gente busque y, por tanto, encuentre, otros músicos y otras películas que, sin venir de la mano de los grandes medios, impiden que estos saquen tajada. Se pongan como se pongan, las cosas han cambiado. El pastel ya no se reparte entre unos pocos. Aquellos que puedan permitirse dedicarse exclusivamente a su arte lo harán, o bien por ser los mejores, o bien por ser los que más trabajan. Después de todo no hay demasiada dificultad en buscar analogías. La imprenta también iba a matar a los libros. Muchos pusieron el grito en el cielo por su causa. Y lo que la imprenta consiguió fue que los libros volaran. Y eso es lo que está consiguiendo internet, no solo con la música, sino con toda la cultura. Desde luego tienen que buscar otras formas de mantener el negocio pero, bajo ningún concepto, lo de estos días es la manera. Coherencia, seriedad y sentido común es lo mínimo que deberíamos pedir, no ya a los que nos representan, sino a todo el mundo.





Silvia Pato