Basado en hechos reales

Hoy voy a hablar de músicos, de esos intérpretes a los que vamos a ver a cualquier auditorio o centro cultural de nuestra ciudad y de las vicisitudes que se encuentran cuando desean tocar en público bajo determinadas circunstancias.

Omitamos la locura de encontrar dónde tocar, y más si el concierto que se pretende ofrecer es de música clásica. Situémonos en el momento, después de mil llamadas y centenares de correos electrónicos, en el que un músico encuentra un lugar donde le dicen: «Hay un sábado libre dentro de tres meses».
Permítanme presentarles a un instrumentista que se propone ofrecer un concierto de obras clásicas, libres de derechos, en un modesto auditorio cualquiera, de una ciudad cualquiera, de una provincia cualquiera, de nuestra geografía española. Nuestro instrumentista es solista. Escojan en su mente el piano, la guitarra o cualquier otro instrumento que prefieran. El dilema que se va a encontrar va a ser el mismo.

Pues bien, nuestro músico ha de decidir si va a cobrar por la entrada al evento, siendo conocedor de que, en el caso de que opte por hacerlo, tendrá que pagar un suculento tanto por ciento a la SGAE. Al fin, nuestro instrumentista, esperando simplemente promocionarse y enriquecer su curriculum, sin desear arriesgarse a tener que pagar aun cuando el aforo sea mínimo, si es que decide cobrar entrada, opta por ofrecer su actuación de manera gratuita.

Llegado el día, y habiendo llenado el aforo casi en su totalidad, nuestro músico charla amigablemente con amigos y admiradores que se acercan al finalizar su actuación con la intención de felicitarle por la misma. Una persona aparece entonces entre la gente. Trae una carpeta entre las manos de la que apenas sobresalen las siglas SGAE. Camina directa hacia el músico. Tras pedirle el DNI, le insta a firmar una declaración jurada en la que certifique que todas las obras interpretadas están libres de derechos de autor. Le insiste que ha de señalar todos los temas, aunque el grandísimo Johann Sebastian no se encuentra entre sus afiliados (¡!), hay que asegurarse, más que nada, «para evitar sospechas». Tras mirar por encima de su hombro, siempre con la sensación de haberse visto involucrado en una secuencia de cine negro de pésima calidad, nuestro músico asiente. Firma. Su expresión es una mezcla de decepción e impotencia ante un sistema que le limita como artista y que, en cambio, ha de escuchar continuamente que le protege. Después de todo, es consciente de que, si no lo hace, se verá envuelto en toda la maquinaria legal de las privilegiadas entidades de gestión de nuestro país, con sus más de seiscientos abogados y sus distintas formas de presión. Incluso sería posible que nuestro músico tuviera dificultades para encontrar nuevos locales donde actuar, aunque cuesta ya sobradamente el hacerlo por su escasez. Así que firma, mientras la gente espera, impaciente, con la sensación de que, si hubiera cobrado entrada, habría sido explotado por otros.

El inspector de la SGAE, antes de irse, tiene la osadía de quejarse por su «agotador trabajo», e incluso añade «parece que todos os habéis puesto de acuerdo para tocar hoy». Desaparece en la oscuridad de la acera mientras nuestro músico vuelve a sumergirse entre sus seguidores y amigos. «Es un escándalo», dicen algunos. «Yo no me imaginaba esto así», exclaman otros. Pero se engañaban, porque esto es lo que hay.

Silvia Pato